Crecer sin familia: de la exclusión a la inclusión social

Que la familia es el contexto idóneo para que los niños y niñas crezcan, es algo reconocido en la práctica totalidad de las culturas. Y esta idea se plasma incluso en el preámbulo del documento de referencia cuando hablamos de la infancia, la Convención sobre los Derechos de la Infancia, que dice textualmente: “…Reconociendo que el niño, para el pleno y armonioso desarrollo de su personalidad, debe crecer en el seno de la familia, en un ambiente de felicidad, amor y comprensión…

Así, en nuestra sociedad, aunque la vida de los niños y niñas se desarrolla en diversos contextos, todo gira en torno a la familia. Pero, ¿qué pasa cuando no hay familia? Según UNICEF, en el mundo hay aproximadamente unos 9 millones de niños y niñas que tienen que vivir en algún tipo de hogar de protección, orfanato o residencia, bien sea por orfandad, abandono o como medida de protección frente al maltrato sufrido en el seno familiar. Pasar por este tipo de trance supone un triple golpe para estos pequeños. En primer lugar, el sufrir la perdida, el abandono o el maltrato que causa la separación. Esto supone, sobre todo en los casos de abandono o maltrato, carencias en el desarrollo del niño a nivel cognitivo, emocional y social. En segundo lugar, se sufre la separación. Aunque sea contraproducente y hasta peligroso permanecer en el seno familiar, el vínculo afectivo que tienen estos niños con sus padres es muy fuerte, e incluso suelen tener idealizada a su familia, por lo que la separación la suelen vivir como un proceso traumático. Y en tercer lugar, aquellos casos que no pueden ser acogidos en otras familias y tienen que ingresar en un centro, pasan a vivir en un contexto que no deja de ser artificial, por mucho que se hayan normalizado los centros e intenten parecerse a un hogar familiar (se encuentran integrados en la comunidad y con pocas plazas).

Los centros nunca podrán suplir a un hogar familiar, y no solo por su artificialidad, sino por su inestabilidad. Inestabilidad porque no sabes cuánto tiempo vas a estar ahí. Inestabilidad, porque otros niños y niñas se marchan y llegan otros nuevos.

Inestabilidad en el personal, que suele cambiar o trabajar por turnos. E inestabilidad porque sabes que al alcanzar la mayoría de edad tendrás que abandonarlo, aunque no tengan una alternativa mejor. Así, lo que para la mayoría de los jóvenes supone una celebración, el alcanzar la mayoría de edad, para estos chicos y chicas puede suponer un salto al vacío sin red.

Cumplir los 18 años viviendo en el hogar familiar supone ganar privilegios sin perder nada, puesto que seguirán viviendo con sus padres, o con su ayuda, hasta que se puedan emancipar. Cumplir los 18 años en un centro de protección supone en muchos casos dejar de estar protegido y tener que volver al sitio del que te separaron, por tu bien, años atrás. Todos los estudios que analizan la situación de este colectivo, lo señalan como un grupo con alto riesgo de exclusión social. Abandono temprano de los estudios con la consiguiente baja cualificación, una red de apoyo social tanto cuantitativa como cualitativamente pobre, alta tasa de maternidad adolescente en el caso de las chicas, consumo de sustancias tóxicas, problemas con la justicia y problemas de salud física y mental, entre otros, son demasiado habituales entre estos jóvenes. Por ello no es de extrañar que las administraciones comiencen a reconocer que es necesario seguir atendido a estos jóvenes después de egresar de los sistemas de protección infantil. Pero no podemos limitarnos a intervenciones de tipo paliativo, y debemos preguntarnos cómo podemos ayudarlos muchos antes, incluso antes de ser separados de sus familias. En este sentido, la investigación que se desarrolla en el campo de la protección infantil nos puede dar algunas pistas valiosas. Concretamente, planteamos cuatro ideas básicas: prevenir, sanar, educar y acompañar.

Prevenir:

Los que nos dedicamos a la investigación en el campo de la protección infantil, sabemos que la mejor intervención que se puede hacer con los jóvenes que viven en centros, es evitar que entren en ellos. Y para que esto no se convierta en una idea que se lleve el viento, hay que apoyar a las familias en su labor parental. En este sentido, nos parece una buena noticia que el Consejo de Europa, consciente de la importancia de la familia y del buen desempeño de las responsabilidades parentales para garantizar los derechos de la infancia, haya promovido la Recomendación Rec (2006)38 sobre Políticas de Apoyo al Ejercicio Positivo de la Parentalidad. La parentalidad positiva se refiere al comportamiento parental fundamentado en el interés superior del niño, que cuida, desarrolla sus capacidades, no es violento y ofrece reconocimiento y orientación, que incluye el establecimiento de límites que permitan el pleno desarrollo de la infancia. No cabe duda que el apoyo a la función parental evitaría muchas separaciones.

Sanar:

Muchos niños y niñas que viven en centros requieren algún tipo de ayuda terapéutica. Un estudio de prevalencia que hemos realizado recientemente en España mostró que el 60% necesitaba algún tipo de atención especializada.

El sufrir el triple golpe del que hablamos anteriormente en edades en las que se está desarrollando nuestra personalidad, puede provocar la aparición de problemas de salud mental, que requiere atención especializada. Y esto no quiere decir que los etiquetemos como enfermos mentales, o que acudamos rápidamente a la psicofarmacología (aunque desgraciadamente sea necesaria en algunos casos). Lo que queremos decir es que hay que generar un contexto terapéutico que ayude al niño a integrar el triple golpe en su historia vital de tal manera que no le genere excesivo sufrimiento y no obstaculice su desarrollo. A veces pensamos que con protegerlos físicamente es suficiente, y no nos damos cuenta que los fantasmas internos también pueden hacer mucho daño. De todos modos, el que un 40% no necesite ayuda terapéutica habla de la fortaleza y la capacidad de resiliencia que tienes estos jóvenes.

Educar:

Si se analizan los datos sobre la situación escolar de este colectivo, nos podemos encontrar con que el 75% ha repetido algún curso, que el 30% es absentista, o que el 60% alcanza la mayoría de edad si haber finalizado la educación obligatoria. Y es que cuando los niños y niñas entran en el centro ya traen problemas de retraso o absentismo, a lo que se suma que el ingreso y estancia en el sistema de protección suele traer aparejado, como mínimo, un cambio de centro, muchas veces a destiempo. Además, el ambiente que se vive en los centros, con muchos jóvenes y con educadores que tienen que priorizar otras tareas, no es el más adecuado para el estudio. Y si a esto le sumamos que muchas veces los jóvenes se ven obligados por el propio sistema a cortar su trayectoria formativa, para encaminarse a una cualificación laboral básica que les facilite una inserción laboral rápida al alcanzar la mayoría de edad, no podemos sentirnos satisfechos. Y es que si la educación es fundamental en la infancia en general, con estos chicos lo es más todavía. Y no solo nos referimos a la cualificación que puedan obtener, que ya de por sí les facilita la inclusión social, sino a que la escuela es el principal contexto normalizado en el que se mueven estos chicos y chicas. Y es que habiendo sido separados de su familia y viviendo en un contexto artificial, la escuela es el sitio adecuado para establecer relaciones normalizadas tanto con adultos como con los iguales. En una investigación que desarrollamos hace unos años, encontramos que establecer vínculos de confianza y afecto con algún profesor tenía una incidencia positiva en la adaptación escolar y social de estos chicos y chicas. Pero desgraciadamente, la problemática que suelen manifestar estos jóvenes les convierte en alumnos conflictivos con alto riesgo de ser expulsados del sistema educativo reglado. No parece una idea descabellada reclamar un reconocimiento de necesidad de apoyo específico a las peculiaridades de este colectivo. Con ellos, la escuela debe ser más inclusiva que nunca.

Acompañar a la familia:

Aunque separemos a los niños de la familia físicamente, no podemos separarlos afectivamente, porque forman una parte importante de su vida. Además, si atendemos a los datos objetivos, el 80% vuelve con ella al abandonar el sistema de protección, por lo que debemos trabajar con ella también, por muchos y complejos problemas que tengan. Ya hay suficiente evidencia científica acumulada que demuestra que trabajar con las familias desde un enfoque colaborativo, y haciendo que nos perciban como aliados y no como enemigos, no solo repercute en la mejora de sus habilidades parentales, sino que también hace que el trabajo que se desarrolla en los centros con los niños sea más eficaz. En este sentido, cuanto más colaboren los diferentes contextos vitales para el niño: centro, familia y escuela, mejor para él.

Si conseguimos que los jóvenes que tienen que vivir separados de su familia integren la experiencia que han vivido de forma armoniosa en su narrativa vital, que se formen, y que consigan tener una red de apoyo social amplia y adecuada, tanto con figuras adultas como con iguales, estaremos trabajando en la dirección correcta para facilitar su inclusión social.

Autor: Eduardo Martín Cabrera

Profesor Titular del Departamento de Psicología Evolutiva y de la Educación. Facultad de Educación, universidad de La Laguna.